Por Carmelo Cortese (Sociólogo, ex Secretario General de FADIUNC)
“No hay golpe de estado en Bolivia. Sólo han forzado un poquito la renuncia de un indio que pretendía seguir gobernando un país que no le pertenece. Además ¿qué pretendían? Si no quieren calificar de dictadura a Venezuela, y acusan a Bolsonaro de misógino y fascista, ahora aguántense que Evo no se perpetúe en el poder.”
Argumentos repetidos casi textual y con insistencia machacona por ciertos “periodistas”, esos que desde hace
muchos años reciben, a las 6 de la mañana, las instrucciones sobre la agenda de noticias del día.
La violencia y la intolerancia explícitas, el regreso al discurso y la práctica abiertamente fascistas, nos
obligan no sólo a resistir y luchar, sino también a recuperar la memoria histórica. Esa que el macrismo tan
prolijamente intentó resetear, oculto en un manto inocente de ignorancia histórica. Por eso en 2016 celebró al
(ex) rey Juan Carlos de España, se disculpó por la osadía de liberarse allá por 1810 ó 1816 (son fechas
antiguas, así que dan lo mismo), y comprendió la angustia de los patriotas criollos por declarar la
Independencia.
Importa la historia, interesan los nombres, pero sobre todo nos afectan los contenidos de los fenómenos
sociales sobre los que disputamos sentidos e interpretaciones. Pienso en un Macri (podría ser un Piñera,
Bolsonaro o Camacho) a quien nunca le interesó saber si hubo –y menos cuántos– desaparecidos en
Argentina. Como tampoco le importa cuánto gana un jubilado y cuánto cuesta un kilo de pan. En esa
conexión sutil y sólida a la vez –entre el hambre cotidiano de millones, el desprecio por la memoria histórica
de América Latina, y la banalización de la democracia en nombre de la república y las instituciones– debe
hallarse una explicación para este presente (antiguo) de violencias sobre nuestro sufrido continente.
Recordemos que pretendieron borrar las identidades originarias. El nombre América es un invento de los
conquistadores. Nos consideraron un continente sin historia habitado por seres bárbaros, de cuya humanidad
desconfiaron. Ahora pisotean hasta nuestras percepciones más claras y evidentes. La rebeldía del pueblo
chileno contra la injusticia y la desigualdad se llama “invasión alienígena”. El golpe de estado en Bolivia se
llama “renuncia del presidente”.
A finales del siglo XV nuestras tierras sufrieron una invasión y conquista llamada “Descubrimiento”. Pero se
trataba de tierras habitadas por unos 80 millones de personas, un quinto de la población mundial de entonces.
Luego vino un largo periodo de saqueos, masacres y esclavización generalizada. Se produjo una “catástrofe
demográfica”, un verdadero genocidio, calculado en al menos unas 50 millones de almas que perecieron bajo
diferentes formas (combates, trabajos forzados, enfermedades, extrañamientos, etc.) Los originarios fueron
denominados “indios” y se los consideró “hombrecillos, casi animales”. Se implantó una sociedad de castas
jerarquizadas, con relaciones esclavistas y de servidumbre; arrasando con todas las culturas y creencias
preexistentes, implantando un feroz racismo.
Todavía algunos llaman “colonización y evangelización” aquella etapa histórica en la cual la Modernidad
ingresó a nuestras tierras “chorreando sangre y lodo”. Recién con el “Quinto Centenario” hubo para muchos
un “descubrimiento de la Conquista”. Fue en 1992 cuando, en épocas de Menem, se pretendió celebrar un
“Encuentro de Culturas” que apenas encubría la nueva conquista –privatizaciones mediante– por parte de
modernas empresas capitalistas (Telefónica, Repsol, entre otras) del apetecible mercado argentino y
latinoamericano.
La liberación de nuestras tierras del dominio colonial español y portugués no fue resultado de la
magnanimidad de los monarcas europeos sino fruto de las guerras de liberación. La independencia se logró
en los campos de batalla. Pero se perdió con la dominación de las oligarquías terratenientes locales, que
preservaron privilegios sociales y económicos pactando con las nuevas potencias que surgían. Desde fines
del siglo XIX, Gran Bretaña fue el nuevo gran conquistador a través de los múltiples hilos del comercio, la
inversión en sectores económicos claves, la diplomacia. Ya en el siglo XX fue asomando la potencia del
Norte que reclamó sus derechos en el vecindario, en el “patio trasero”. Frente a la injerencia trasatlántica de
los ingleses reclamó una “América para los (norte) americanos”.
Brasil y Cuba fueron los últimos en disolver el vínculo colonial. La esclavitud persistió en vastas regiones
(incluyendo EE.UU.) hasta fines del siglo XIX. Haití, cuna de los primeros atrevidos en liberarse de Francia
y del régimen esclavista, fue cruelmente castigada hasta el presente. América Latina fue desvalorizada en
todo, salvo por sus riquezas en guano, salitre, cobre, hierro, estaño, petróleo, litio, café, bananas, maíz, trigo,
vacas, agua dulce… Esta dependencia histórica y estructural en la que se entrecruzaron los intereses
coloniales y neocoloniales con la ruindad de las elites oligárquicas locales, y las aspiraciones de las nuevas
burguesías intermediarias de la penetración imperialista, tuvo su correlato en los regímenes políticos.
La democracia formal fue una flor exótica, apenas una fachada para la explotación de las mayorías, para el
saqueo extractivista y para la expoliación de los recursos naturales y los bienes comunes. Gobiernos
autoritarios y fraudulentos se sucedieron en todo el continente. Las “repúblicas bananeras” son una
ilustración histórica típica de la clase de instituciones reivindicadas por las oligarquías y un sector de las
burguesías. Y si algún descuido permitía veleidades de crecimiento económico autónomo, márgenes
distributivos y pretensiones de independencia política y ampliación democrática, allí vino a poner orden el
recurso del Golpe de Estado. Es decir “una ruptura del orden establecido (económico, social, político)
producida desde el Estado mismo”.
En general en toda la historia moderna de nuestra América Latina, cuando las clases y sujetos sociales que
detentan poder económico y privilegios sociales perdieron transitoriamente el gobierno y algunos resortes
estatales, utilizaron los factores claves (como las Fuerzas Armadas) para recuperar el gobierno y el control
total del poder. Inauguraron períodos sombríos de autoritarismo, dictaduras abiertas, estados terroristas.
Jacobo Arbenz de Guatemala derrocado en 1954 es un claro ejemplo de lo que afirmamos: su sucesor derogó
la Reforma Agraria y devolvió las propiedades expropiadas a los terratenientes y a la United Fruit
estadounidense.
Están demasiado frescos, segunda mitad del siglo XX, y cercanos geográficamente, los ejemplos de Brasil,
Bolivia, Chile, Uruguay. Todos dejaron marcas de crisis económicas, condicionamientos políticos y
disciplinamientos sociales. Nuestra historia nacional, vista en largo plazo, es nítida en ejemplos de gobiernos
minoritarios de Notables, de épocas de fraude, de dictaduras abiertas. Irigoyen, Perón, Illía, Frondizi, Isabel
Martínez fueron derrocados por golpes de estado.
Luego del golpe de 1976, restituida la democracia formal, surgió la esperanza del “Nunca Más”, el sueño de
la democracia eterna. El Chile pos-Pinochet, y la experiencia neoliberal de Menem en la Argentina,
mostraron los límites de las formalidades democráticas, en cuanto a las continuidades de las desigualdades,
la persistencia de la pobreza de las mayorías y la concentración de riqueza en minorías.
El estado plurinacional de Evo Morales cometió la herejía de utilizar su llegada al gobierno para abrir un
periodo de reformas económicas, avances sociales, inclusiones democráticas que exasperan a minorías
privilegiadas y racistas. Pero no lo consideremos inédito. Ya ocurrió con Cárdenas en México, Vargas en
Brasil, Allende en Chile, Perón en Argentina, entre otros. ¿Qué es esto de ser gobernados por un indio en
Bolivia? ¿Qué es esto de que los pobres quieran vivir como nosotros los privilegiados?
Esto es lo que se discute hoy en América Latina. Las potencias necesitan las riquezas de nuestras tierras, las
minorías quieren disfrutar en exclusividad sus privilegios. Por eso Piñera fue claro al hablar de “una guerra”,
y su esposa de “una invasión alienígena”. Por eso es claro el líder cívico-golpista, Camacho: “La Pachamama
nunca va a volver a Palacio Quemado. Ahora Bolivia es de Cristo”. Los Macri y los Bolsonaro exaltan las
desigualdades como obra de la naturaleza o como fruto de la meritocracia. Los golpistas bolivianos vuelven a
las épocas del “requerimiento” exigido a los primitivos habitantes: creencia en su Dios blanco y sumisión al
Emperador, de lo contrario se justifica la matanza. No más pluralidades, no más derechos, no más
reconocimiento a los diferentes.
Todo lo demás (el recuento de votos, la cantidad de años en el gobierno, etc.) apenas si pasan de excusas.
Los golpes y las dictaduras nunca se presentan como lo que son. La peor dictadura argentina fue presentada
como “Proceso de Reorganización Nacional”. Las falencias de los gobiernos democrático-populares (que
existen) podrían discutirse si hubiese realmente un espíritu respetuoso de la república y sus leyes. Pero lo que
realmente está en juego es la propiedad de las tierras, la concentración de las riquezas, las ganancias del
capital, el control geo-estratégico de unas u otras potencias, las jerarquías y supremacías sociales. Y eso no
se resuelve en una contienda democrática sino por la vía de la correlación de fuerzas.
Lo más preocupante en estos momentos no es la hipocresía casi lógica de los gobiernos argentino y brasilero
que no reconocen el golpe de estado. Sino las conciencias de ciudadanos argentinos convencidos de su
propio espíritu democrático, pero que dudan en calificar los hechos de Bolivia. Pretenden desconocer que los
denominados líderes “cívicos” exigieron a las Fuerzas Armadas deponer a Evo, o que dejaran hacer a bandas
armadas (¿entrenadas?, ¿preparadas?), verdaderas hordas fascistas que persiguieron, atacaron, agredieron,
incendiaron….En Argentina tenemos antecedentes: la Liga Patriótica de los años 20, las “3 A” de los 70.
El “Nunca Más” debe pelearse día a día. El golpismo, el fascismo y las intervenciones extranjeras han
reaparecido en la escena latinoamericana. No debemos subestimarlos. El derecho a la vida de nuestros
pueblos está en juego. Y eso exige organizar la más amplia unidad popular, nacional y latinoamericana.